Amigos que se van…

    Amigos que se van…

    Algunas pinceladas sobre la vida y obra de Jorge Jiménez Tame

    Xavier Gutiérrez

    Lunes, Febrero 17, 2025

    El llamado Día de la Amistad me trajo al recuerdo a muchos amigos que se han ido. No del todo es la ausencia, porque han dejado huellas en uno. La relación de amigos es de intercambio recíproco, de complemento, de compañía, de disfrute por supuesto, de corrección mutua, de confesionario muchas veces.

    Cuando se les recuerda por mil cosas, es que no se han ido. Se quedó en uno algo de esos compañeros de camino. Me he referido con textos a varios de ellos.

    Recordé a uno de ellos esta vez, a Jorge Jiménez Tame.

    Jorge fue un tipo singularísimo por varios motivos. Lo conocí porque merodeaba en un sitio donde yo hacía un programa de radio. Era el programa “Sin Corbata”, que duraba cuatro horas y se transmitía desde el café “Café Wimpys”, en la 7 Poniente junto al “Cine Puebla”.

    Jorge llegaba por ahí, se tomaba un café y al terminar el programa saludaba de lejos. Un día me dijo que me invitaba a desayunar y a partir de ahí volvimos los desayunos un ritual muy repetido los sábados o domingos en el “Sanborns” del centro.

    Digo que Jorge era singular por muchos motivos. Siempre vestía de traje y corbata, siempre. Me dijo que tenía más de sesenta trajes de diferentes colores. Y era cierto, a cada desayuno llegaba con uno diferente, pulcro, camisas lisas, corbatas elegantes y zapatos del color del traje. Infinidad de zapatos bien combinados. Tenía docenas de pares.

    Era pintor, usaba la plumilla con tinta china de modo magistral. Se había memorizado todos los edificios emblemáticos de Puebla y los reproducía en hermosos cuadros. Los trazos negros en fondo blanco eran unas obras de arte deseadas, admirables. La catedral era su favorita, desde muchos ángulos.

    Pero igualmente reproducía con una facilidad asombrosa los templos, las viejas casonas del Centro Histórico de Puebla, las arquerías de edificios públicos civiles y religiosos. A veces, en un café del portal, tomaba una servilleta y con plumil negro reproducía en minutos la fuente de San Miguel, un ángulo del atrio de catedral, el pórtico del templo de San Agustín, la iglesia de la Compañía, el edificio de la antigua Cancha de San Pedro.

    Sus trazos eran geniales. En cualquier papel plasmaba su arte en un instante. Inolvidable la ocasión en que me obsequió una corbata gris perla, donde había pintado una torre de la catedral con tinta china. Otra ocasión vi el obsequio que hizo de la catedral en un pañuelo blanco.
    Las corbatas eran su pasión. Al llegar al desayuno, se aparecía con las manos atrás, con sendas bolsas, y me preguntaba:

    -Escoge… ¿derecha o izquierda?
    -Izquierda…
    -Aquí la tienes, izquierda tuya, derecha mía.

    Dentro de la bolsa iba siempre una hermosa corbata. Y esto lo repetía con mucha frecuencia. Las charlas eran de hora y media o dos horas, después caminábamos otra media hora por las calles del centro recordando la historia de casas y edificios.

    Su especialidad era la valuación de joyas. Trabajaba en una casa de empeño. Conocía mucho de joyas, pedrería, prendas de oro y plata. Como perito valuador a veces lo requerían en la Procuraduría de Justicia y en los bancos, y otras ocasiones lo contrataba alguna familia rica para evaluar sus tesoros.

    En este quehacer era muy discreto, formal y hasta rígido. Nunca lo vi trabajar, pero me describía su delicada tarea. Decía que lo hacía en una mesa grande, con un paño blanco o negro y siempre frente a un miembro de la familia que él exigía no se separara ni un segundo de su función revisora. Si había una interrupción se paraban ambos y salían de la habitación. Esta actividad duraba horas y me contaba que le pagaban muy caro sus servicios.

    Su figura al caminar era imponente. Elegante, muy bien peinado, siempre con las manos atrás y la mirada imperturbable al frente. Tenía un aire como arzobispal.

    Su pasión eran las matemáticas. Había sido maestro de esta materia en el Benavente muchísimos años. Me platicó que una vez lo contrató una familia acomodada de la Ciudad de México y durante varios años fue a impartir clases privadas a un chico en su residencia. Viajaba a la capital los sábados, saliendo en “Estrella Roja” a las 5 de la mañana y regresaba por la noche.

    Era tratado con muchas atenciones y en ocasiones desayunaba, comía y nadaba en la alberca de la casa donde impartía clases. Siempre era reservado acerca de quien contrataba sus servicios, nunca decía nombres.

    De su manera de ser el traje era como su segunda piel. Decía que jamás salía de su casa sin traje y corbata. Un día me dijo que inclusive había ido a una excursión con sus alumnos al Popocatépetl, sin quitarse el traje. Pensé que exageraba en el comentario. En el siguiente desayuno me trajo la foto, en efecto, ahí en una ladera nevada, él con los muchachos, en posición de firmes y con traje y corbata.

    Hacía revelaciones curiosas sobre su vida. Un día me dijo, “así como me vez yo nunca he leído un libro...”. Su confidencia no me agradó mucho, pero guardé silencio.

    Las charlas eran sobre todo y nada. Conocía muchos detalles sobre la vida de Puebla y los poblanos. En ocasiones, en la caminata por el centro nos deteníamos frente a una casa antigua y me comentaba historias y vivencias.

    Era de muy buen diente y lo presumía, sin ostentación.
    De pronto cierto día recibí una llamada en la madrugada. Era la voz de su esposa, quien con dolor y angustia me participaba la muerte repentina de Jorge.

    Parece que había cometido un exceso al comer y contravenir las indicaciones de su médico. Así de pronto se fue Jorge. Le dejó a su familia una gran colección de sus pinturas, muchas de ellas cuidadosamente enmarcadas. Era un gozo admirar con tinta china toda la arquitectura poblana, fruto de las manos de un artista genial, mi admirado amigo Jorge Jiménez Tame.

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