La controversia reciente deja muchas lecciones para todos los actores.
Xavier Gutiérrez
El asunto de la ley sobre ciberacoso empezó como un torbellino y estaba tomando perfiles de un huracán. Si un fenómeno meteorológico como este último lo trasladamos al campo social, nos daremos cuenta que en ambos casos es mayor el beneficio que el daño. Eso lo sabe hasta la gente del campo. O, sobre todos ellos, los cercanos hijos de la tierra.
Todo depende de la voluntad de aprender con que lo veamos.
De entrada, hay temas que son hipersensibles para la sociedad mexicana, dos destacan: los asuntos religiosos y la libertad de expresión. Es lógico, fe y libertad van de la mano.
En el caso de la referida legislación, queda la impresión de que un asunto tratado con la mejor buena fe del mundo (la protección de la sociedad ante el hampa cibernética) se “vistió” con prisa, le faltó cocimiento y trabajo de cabildeo social y con medios antes de ponerlo en el escenario.
(El maestro Jorge Murad, zorro prudente en la política solía decir: “a la muñeca antes hay que vestirla”).
Asuntos de previsible alto impacto social requieren un fino trabajo de zurcido invisible. Recuérdese un caso sonadísimo y su magistral manejo: el derrumbe, condena pública y encarcelamiento del líder petrolero Joaquín Hernández “La Quina”.
Era un poder peligroso con muchos tentáculos. Carlos Salinas, dos o tres meses antes preparó a la opinión pública con reportajes, notas, campañas y toda clase de propaganda, para mostrar al dirigente como un engendro del mal, el demonio en persona, rico, explotador, corrupto y criminal.
Cuando fue capturado y fundido en prisión la gente no sólo aplaudió, sino que vio al presidente como un benefactor del país.
Toda proporción guardada, el tema de la citada ley pudo haber aterrizado de modo terso con trabajo previo. En un sector de la sociedad quedó la impresión de que se procedió contrario al sentido común, es decir, primero se calzaron los zapatos y encima de ellos los calcetines. O sea, los foros vinieron después de la ley aprobada.
De antemano todos sabemos que la crítica es consustancial al ejercicio del periodismo. Y que en esto hay niveles de calidad. El insulto, la ofensa, la difamación o el ataque a la moral, ya están sancionados. Y que cuando una crítica se acompaña de esta clase de daños el autor sólo se descalifica, se coloca en terreno ilegal y la crítica pierde su razón de ser.
Quien así actúa pisa más el campo del delito que del periodismo. Este, requiere responsabilidad, sentido social y apego a la verdad. No es preciso o requisito la valentía, más bien elementos de juicio, pruebas, hechos, argumentos.
Proceder con el armamento de lo delictuoso al amparo del periodismo es exponerse a la sanción. Eso está claro.
Lo que es libérrimo, ancho y loable, un auténtico deber social, es la crítica que no inventa sino describir, que exhibe con razones, que muestra y denuncia con argumentos, que recoge el sentimiento social y provisto de pruebas lo lanza a los espacios públicos en prensa, radio, televisión, portales o redes.
Eso se llama periodismo. Comunicación de ida y vuelta. Derecho a la información.
No es nada del otro mundo: no es un derecho individual (aunque lo practican preponderantemente los periodistas) sino social. La sociedad merece y reclama lo más cercano a la verdad, la transparencia de todo lo que es público, la claridad absoluta en todo, la verticalidad y legalidad como ética diaria, no sólo como estética y discurso.
Ese es un derecho al que aspira toda sociedad. Los medios sólo son eso: medios, intermediarios entre el poder (público, privado, de facto y de todo orden) y la gente. Que cumplan profesionalmente o no, ese ya es juicio y calificación que corresponde hacer a la sociedad, destinataria primera y última del trabajo de los medios.
Del otro lado, la lección más elemental de todo servidor público es no hacer nada que constituya un delito… o lo parezca. “La mujer del César, además de serlo debe parecerlo”.
Todo el tiempo en el país y en otras naciones, los funcionarios se quejan porque actos de derroche, vulgaridad, ostentación, provocación, lujo u ofensa social son ventilados por los medios. Ahí no hay falta, si los autores su vida privada la convierten en pública, o si en lugar de sujetarse a las cuatro paredes de la privacidad lo externo a la luz del sol.
La vieja conseja popular decía: “Si no quieres que lo publiquen, no lo hagas”. Tan sencillo que es atenerse a esta norma.
La tarea pública implica también piel gruesa para soportar maledicencias, orejas grandes para escuchar prudentemente todo, la firmeza del cuadrúpedo paquidermo para no sufrir temblores, y desde luego la cola corta.
En este remolino que hemos visto en los días recientes, ocurrió un hecho paradójico y afortunado.
La líder del Congreso del Estado, la diputada Laura Artemisa García Chávez, quien en sentido estricto debió haber sufrido los embates del tornado social, es quien no sólo resultó indemne, sino entró al bastante con un cerrojo habilidoso y hasta elegante.
En una charla con un grupo de periodistas -prácticamente no la conocíamos- dejó una magnífica impresión no sólo al tomar el toro por los cuernos sino hacer gala de tolerancia, amplitud de miras, flexibilidad y apertura.
Expuso que se modificará el artículo controvertido, chispa del incendio, se reforzará el sentido de protección a la sociedad ante el abuso y riesgo del acoso cibernético con un deslinde claro que no deje olor a censura alguna, y se mostró abierta a escuchar toda clase de puntos de vista sobre esta y otras materias, incluso distintas a su manera de pensar.
¿Y si por aquí hubiéramos empezado…?
La dama, con su estilo para escuchar, atender, tomar nota y opinar, incluso debatir, mostró una personalidad sin duda muy necesaria en la tarea pública precisamente ahora. Tiene preparación y experiencia derivada de sus actividades sindicales. Es una pieza de la estructura de gobierno a la que no hay que perder de vista.
En estas cosas, como cuando pasa un huracán, después de la tempestad viene la calma. Y el control de daños, claro…
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